Miguel Matamoros fue un genio de la composición de canciones. A pesar no ser un letrado, nació con ese don y se inspiraba con cualquier tema. Era sencillamente un cronista de su tiempo, como lo fue Ignacio Piñeiro y, en tiempos recientes: Adalberto Álvarez, Cándido Fabre, José Luis Cortés y Juan Formell.
Mamá son de la loma, sobre el título Miguel Matamoros siempre aclaraba que no se llamaba El son de la loma, sino Mamá son de la loma. En realidad, al compositor se le ocurre en 1922 en una noche de serenata en la calle Trocha y San José, frente al sanatorio La Colonia Española, ocasión en que Matamoros se encontraba tocando y cantando junto a Alfonso del Río. Cuando de una casa cercana salió una señora con su hija pequeña y la señora le dice a Matamoros: “Señor, señor, mi hija quiere conocer a los cantantes, quiere saber de dónde son los cantantes”. Miguel se inspira en esa pregunta y esa misma noche hizo el resto de la canción. Son de la loma quiere decir, que son de Santiago, y cantan en llano, quiere decir que cantan en La Habana. Matamoros considero que esta fue la canción que le dio más popularidad, junto a Lágrimas negras, un bolero-son.
Lágrimas negras no lo compuso por un asunto personal, sino por una vecina que siempre llegaba a su casa lamentándose sobre el marido, quien sin razón la había abandonado. De esa misma época (1929), son las canciones Olvido, Reclamo místico, Mariposita de primavera. Parece ser su gran momento creativo, cuando contaba con poco más de veinte años.
La mujer de Antonio, personaje que nunca existió, fue imaginario. Una vez, en 1929, un tal Pepín Bacardí llama a Matamoros y le dice: “Miguel, me hace falta que vayas hoy al hotel Venus, pues le voy a dar un almuerzo a Celia Montalván, una artista mexicana que llegó a Santiago de Cuba. Ella tenía una perrita pequinesa muy zamba; entonces, Matamoros al ver caminando a la perrita, se le ocurrió, el verso primero: “La perra de Celia camina así”, pero luego, hablando con Siro Rodríguez y Rafael Cueto, Miguel les dijo: “Esa frase no me gusta, no tiene roncha, no va a prender en el pueblo”. Entonces cambia la letra y le pone:
La vecinita de enfrente
Buenamente se me ha fijado
Cómo camina la gente
Cuando sale del mercado.
La mujer de Antonio
Camina así
Por la madrugada
Camina así,
Cuando va a la plaza
Camina así…
El paralítico, la compone Matamoros en La Habana en 1930, ya que en ese tiempo no se hablaba de otra cosa que de un médico español llamado Fernando Asuero, nacido en San Sebastián que realizaba curaciones a los paralíticos y reumáticos. La eficacia del método científico aplicado fue impugnada vigorosamente. Al parecer hubo mucho de incierto en ese tipo de curación según comprobó Matamoros y por eso compuso el son para descubrir el truco medico falso.
Veinte años en mi termino
Me encontraba paralitico
Y me dijo un hombre místico
Que me extirpara el trigémino
Suelta la muleta y el bastón
Y podrás bailar el son.
Camarones ¿dónde están los mamoncillos?, según Matamoros, este es un son patriótico, aunque muchos no lo sabían. En su barrio allá en la calle Vargas esquina a San Ricardo, había una señora morena que era la madre de unos muchachos que estaban en la policía, ella se llamaba Manuela Despaigne, y le contó a Miguel que cuando las guerras vinieron de España unos voluntarios que usaban gorro rojo –eran catalanes–, a esos voluntarios le pusieron “camarones” y a los mambises que estaban metidos siempre en el monte verde, les pusieron “mamoncillos”. Cuando los mambises venían al pueblo lo hacían vestidos de verde, era una clave que los identificaba y preguntaban: ¿dónde están los mamoncillos?
Ese son se lo enseñó a Miguel la vieja Manuela, entonces él le añadió algo más largo:
Allá por el año tres
Se bailó mejor el son
Era corto y a la vez
Más caliente y sabrosón
Óyelo, báilalo, gózalo…
Vamos a ver…
Camarones ¿conde están los mamoncillos?
Mamoncillos ¿Dónde están los camarones?
Regálame el ticket, muchos no entendieron este son escrito en 1934, cuando Matamoros se muda a La Habana. La empresa de ómnibus que había en Santiago de Cuba en aquel tiempo le llamaban “La Cubana”. Entonces los ómnibus no tenían el timbre que le avisa al conductor para que detuviera en autobús y continuara. Lo que se usaba cuando aquello era un silbato que tocaba la conductora, porque en Santiago eran mujeres las que cobraban. El pasaje costaba cinco centavos y daban un ticket que servía además para transferirse a otra ruta. De no usar el ticket, se podía cambiar por un periódico que el vendedor del periódico lo revendía en tres centavos y se ganaba un centavo. Por eso Matamoros dice en el son “Le cambio ese ticket, señor”, frase que los vendedores le gritaban a los pasajeros desde la calle. Otros que no tenían dinero le pedían a los que se bajaban: “Regálame el ticket, señor”, “Regálame el ticket, mayor”. Eran tiempos de miseria en Santiago de Cuba, la gente no tenía trabajo.
Cuando monte en la Cubana
Sin que nadie me lo explique
Cuando te piquen el ticket
Tú lo abonarás con ganas
Y en la esquina más cercana
Oyes pedir a los muchachos
Con ese gran dicharacho
Regálame el ticket señor,
Regálame el ticket mayor,
Cambia ese ticket,
Regálame el ticket…
El que siembra su maíz, composición que no le gustaba mucho a Miguel, sin embargo, fue de las que más popularidad alcanzó. Compuesta en 1928 el año en que grabaron por primera vez. Miguel se inspira en un personaje muy popular de Santiago llamado Casamayor, le decían Mayor. Era vendedor de periódicos y planchador.
Un buen día Mayor desaparece y se tejieron leyendas de que estaba preso y otros decían que habían muerto o que estaba escondido en Guantánamo. Entonces Matamoros inventa el refrán “El que siembra su maíz, que se coma su pinol”. Quiere decir que el que la hace la paga. Pinol es el maíz molido, tostado y azucarado. En La Habana esa palabra era desconocida.
Huye, dónde estabas tú
Ya no vende por las calles
Y no se para en la esquina.
El que siembra su maíz
Que se coma su pinol.
La mujer en el amor
Se parece a la gallina
Cuando se muere su novio
A cualquier pollo se arrima.
El que siembra su maíz
Que se coma su pinol.
Nota:
Agradezco a Alberto Muguercia, amigo de la Biblioteca Nacional, en los tiempos en que existía un Helio Orovio, un Leonardo Acosta, un Manuel Villar. Ahora ellos no están, pero sigue su experiencia y su memoria musical.
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